jueves, 20 de diciembre de 2012

         Hace miles de años, el poder se conquistaba principalmente mediante la violencia física, y se mantenía con la tuerza bruta. No había necesidad de sutileza; un rey o emperador debía ser inmisericorde. Sólo unos cuantos selectos tenían poder, pero en este esquema de cosas nadie sufría más que las mujeres. No tenían manera de competir, ningún arma a su disposición con que lograr que un hombre hiciera lo que ellas querían, política y socialmente, y aun en el hogar. Claro que los hombres tenían una debilidad: su insaciable deseo de sexo. Una mujer siempre podía jugar con este deseo; pero una vez que cedía al sexo, el hombre recuperaba el control. Y si ella negaba el sexo, él simplemente podía voltear a otro lado, o ejercer la fuerza.
 
       ¿Qué había de bueno en un poder tan frágil y pasajero? Aún así, las mujeres no tenían otra opción que someterse. Pero hubo algunas con tal ansia de poder que, a la vuelta de los años y gracias a su enorme inteligencia y creatividad, inventaron una manera de alterar completamente esa dinámica, con lo que produjeron una forma de poder más duradera y efectiva.

       Esas mujeres —como Betsabé, del Antiguo Testamento; Helena de Troya; la sirena china Hsi Shi, y la más grande de todas, Cleopatra— inventaron la seducción. Primero atraían a un hombre por medio de una apariencia tentadora, para lo que ideaban su maquillaje y ornamento, a fin de producir la imagen de una diosa hecha carne. Al exhibir únicamente indicios de su cuerpo, excitaban la imaginación de un hombre, estimulando así el deseo no sólo de sexo, sino también de algo mayor: la posibilidad de poseer a una figura de la fantasía. Una vez que obtenían el interés de sus víctimas, estas mujeres las inducían a abandonar el masculino mundo de la guerra y la política y a pasar tiempo en el mundo femenino, una esfera de lujo, espectáculo y placer.También podían literalmente descarriarla, llevándolas de viaje, como Cleopatra indujo a Julio César a viajar por el Nilo. Los hombres se aficionaban a esos placeres sensuales y refinados: se enamoraban. Pero después, invariablemente, las mujeres se volvían frías e indiferentes, y confundían a sus víctimas. Justo cuando los hombres querían más, les eran retirados sus placeres. Esto los obligaba a perseguirlos, y a probarlo todo para recuperar los favores que alguna vez habían saboreado, con lo que se volvían débiles y emotivos. Los hombres, dueños de la fuerza física y el poder social —como el rey David, el troyano París, Julio César, Marco Antonio y el rey Fu Chai—, se veían convertidos en esclavos de una mujer.
 
      En medio de la violencia y la brutalidad, esas mujeres hicieron de la seducción un arte sofisticado, la forma suprema del poder y la persuasión. Aprendieron a influir en primera instancia en la mente, estimulando fantasías, logrando que un hombre siempre quisiera más, creando pautas de esperanza y desasosiego: la esencia de la seducción. Su poder no era físico sino psicológico; no enérgico, sino indirecto y sagaz. Esas primeras grandes seductoras eran como generales que planeaban la destrucción de un enemigo; y, en efecto, en descripciones antiguas la seducción suele compararse con una batalla, la versión femenina de la guerra. Para Cleopatra, fue un medio para consolidar un imperio. En la seducción, la mujer no era ya un objeto sexual pasivo; se había vuelto un agente activo, una figura de poder.
 
      Con escasas excepciones —el poeta latino Ovidio, los trovadores medievales—, los hombres no se ocuparon mucho de un arte tan frívolo como la seducción. Más tarde, en el siglo XVII, ocurrió un gran cambio: se interesaron en la seducción como medio para vencer la resistencia de las jóvenes al sexo. Los primeros grandes seductores de la historia —el duque de Lauzun, los diferentes españoles que inspiraron la leyenda de Don Juan— comenzaron a adoptar los métodos tradicionalmente empleados por las mujeres.  Añadieron también un elemento masculino al juego: el lenguaje seductor, pues habían descubierto la debilidad de las mujeres por las palabras dulces. Esas dos formas de seducción —el uso femenino de las apariencias y el uso masculino del lenguaje— cruzarían con frecuencia las fronteras de los géneros: Casa-nova deslumbraba a las mujeres con su vestimenta; Ninon de l'Enclos encantaba a los hombres con sus palabras. 

       Al mismo tiempo que los hombres desarrollaban su versión de la seducción, otros empezaron a adaptar ese arte a propósitos sociales. Mientras en Europa el sistema feudal de gobierno se perdía en el pasado, los cortesanos tenían que abrirse paso en la corte sin el uso de la fuerza. Aprendieron que el poder debía obtenerse seduciendo a sus superiores y rivales con juegos psicológicos, palabras amables y un poco de coquetería. Cuando la cultura se democratizó, los actores, dandys y artistas dieron en usar las tácticas de la seducción como vía para cautivar y conquistar a su público y su medio social. En el siglo  XDC sucedió otro gran cambio: políticos como Napoleón se concebían conscientemente como seductores, a gran escala. Estos hombres dependieron del arte de la oratoria seductora, pero también dominaron las estrategias alguna vez consideradas femeninas: montaje de grandes espectáculos, uso de recursos teatrales, creación de una intensa presencia física. Todo esto, aprendieron, era —y sigue siendo— la esencía del carisma. Seduciendo a las masas, pudieron acumular inmenso poder sin el uso de la fuerza. 

      Ahora hemos llegado al punto máximo en la evolución de la seducción. Hoy más que nunca se desalienta la tuerza o brutalidad de cualquier clase. Todas las áreas de la vida social exigen la habilidad para convencer a la gente sin ofenderla ni presionarla. Formas de seducción pueden hallarse en todos lados, combinando estrategias masculinas y femeninas. La publicidad se infiltra, predomina la venta blanda. Si queremos cambiar las opiniones de la gente —y afectar la opinión es básico para la seducción—, debemos actuar de modo sutil y subliminal. Hoy ninguna estrategia política da resultados sin seducción. Desde la época de John F. Kennedy, las figuras de la política deben poseer cierto grano de carisma, una presencia cautivadora para mantener la atención de su público, lo cual es la mitad de la batalla. El cine y los medios crean una galaxia de estrellas e imágenes seductoras. Estamos saturados de seducción. Pero aun si mucho ha cambiado en grado y alcance, la esencia de la seducción sigue siendo la misma: jamás lo enérgico y directo, sino el uso del placer como anzuelo, a fin de explotar las emociones de la gente, provocar deseo y confusión e inducir la rendición psicológica.

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